Por si fuera poco se produjo uno de los habituales cortes de luz y en medio de la oscuridad no pude evitar pensar en las calles iluminadas de mi pueblo durante la Navidad.
Tampoco el calor ayudaba. ¿Navidad a 30 grados? Aquello no era normal. Tuve que llevarme una linterna para transitar sin tropezar por las calles que me separaban de la parroquia. Allí encontré luz, alegría y fiesta, pero mi nostalgia del pasado me impidió disfrutar de ello. Por el contrario, me quejaba diciéndome: «¡Jolines! Llevo cinco meses estudiando francés y ahora resulta que toda la celebración es en lingala, una lengua de la que no entiendo ni una palabra». Todavía no había tenido tiempo de hacer amistades en la parroquia, así que después de la misa regresé a casa de la misma manera que había venido: linterna en mano y cabizbajo.
Disfrutar de las cosas como son
Pero la vida es siempre maestra, y durante la noche tuve una inspiración: «¿Por qué dejo que mis pensamientos me impidan disfrutar de la alegría de la Navidad? Dios ha querido hacerse uno de nosotros y caminar por nuestros caminos. ¿No es esto motivo de enorme gozo? ¿Qué sentido tiene la tristeza en este día?» Y además, seguía preguntándome: «¿Por qué tengo que estar continuamente comparando?». Aprendí una lección para mi vida misionera que jamás he olvidado: la importancia de vivir sin comparaciones, disfrutando del momento presente y de las cosas tal y como son. La belleza está en todos los sitios cuando se sabe mirar, pero si caemos en la trampa de creer que lo nuestro es lo mejor, nos volvemos ciegos y no sabemos valorar lo de los demás. Os aseguro que, aprendida esta lección, todas las Navidades que viví después en África las he disfrutado enormemente.
¡Ah!, se me olvidaba, honestamente aquel salchichón rojo estaba buenísimo.