«¿Será posible? –me decía–, un coche nuevo y le doy semejante golpe. ¿Qué dirán ahora mis compañeros?».
Y, a veces, cuando se abre la densa vegetación, se puede contemplar el azul purísimo del cielo. En mi carretera, la que tantas veces recorrí, hay algunas zonas de sabana, con vegetación más baja y pocos árboles, desde donde se puede contemplar un paisaje verde casi infinito.
Así iba yo, disfrutando del viaje, hablando con unos y con otros, contemplando la selva y al mismo tiempo vigilando para no pillar los baches, cuando de repente oí un ruido terrible…
catacataclás… Me bajé asustado y vi el desastre. Una gruesa rama había entrado entre la rueda trasera y la carrocería, había hecho palanca provocando un gran bollo.
En un segundo, mi alegría se mudó en cabreo. «¿Será posible? –me decía–, un coche nuevo y le doy semejante golpe. ¿Qué dirán ahora mis compañeros?». Llegué a Gao enfadado, bajé del coche y saludé muy serio a quienes estaban esperándome. Un señor se acercó a ofrecerme una gallina viva, y en ese momento, no recuerdo muy bien lo que le contesté, pero fue algo así como «¡Déjame de gallinas ahora, por favor!», y fui a sentarme bajo un árbol, donde ya me habían preparado una silla. Poco después se sentó junto a mí Etienne, el catequista responsable del sector al que pertenece la comunidad de Gao, y me dijo algo que nunca olvidaré: «Padre, ese hombre ha caminado cinco kilómetros para traerte la gallina, ¿cómo has podido rechazarla? ¿Con qué disposición vamos a escuchar el Evangelio que nos vas a predicar si te comportas así?».
Comprendí que tenía razón. Enseguida busqué a aquel hombre, le pedí perdón sinceramente y nos dimos un abrazo. Luego cogí la gallina y agradecí el regalo. Creo que la Eucaristía que celebré poco después con aquellos hermanos fue una de las más bonitas que he vivido en la selva de Congo.