Compartir lo que se tiene es un camino excelente para construir familia. Por eso es tan importante la colecta solidaria universal del DOMUND que los cristianos de todo el mundo celebramos cada mes de octubre.
Texto: Enrique Bayo
Ilustraciones: bayomata
Imaginaos una familia de cuatro miembros que viven en la misma casa. ¿Tendría sentido que la madre fuera enjoyada con collares de oro y plata y vestida con ropa de marca mientras su marido y los hijos de ambos pasaran hambre por falta de alimentos? Claro que no, porque en una familia donde circula el amor los bienes materiales se ponen en común, de manera que todos sus miembros comparten la misma situación, sea de pobreza o de riqueza. Cada cual dispondrá de objetos personales como la ropa, las gafas o el reloj, pero incluso esas cosas necesarias —y otras que no lo son tanto— se compran con los ingresos económicos de los que disponga la familia.
Los cristianos creemos que todos los seres humanos formamos una sola y gran familia, porque todos somos hijos e hijas de Dios. Sin embargo, en esta gran familia humana las desigualdades entre los ricos y los pobres son enormes. Unos acumulan riquezas inmensas y otros viven y mueren en la más absoluta miseria. Y lo peor es que la brecha entre unos y otros no ha dejado de aumentar en estas últimas decadas, mostrando claramente que como humanidad estamos caminando en una dirección equivocada.
Os lo cuento para que descubráis el valor de la colecta solidaria que los católicos de todo el mundo organizamos en octubre: la conocida como colecta solidaria universal del DOMUND (Domingo Mundial de las Misiones). El dinero que se recoge en las parroquias y comunidades cristianas del mundo entero es enviado íntegramente a Roma para engrosar un fondo común que es distribuido según las necesidades de cada Iglesia.

Compartir
Cuando vivía en República Democrática de Congo, las ayudas económicas que los misioneros combonianos recibíamos del exterior del país o de los cristianos de Congo entraban en el denominado fondo común total, que permitía asegurar la buena marcha de nuestras actividades misioneras. Éramos más de un centenar de misioneros combonianos de muchos países de Europa, África y América. Había entre nosotros personas que procedían de familias afortunadas económicamente y otros de familias muy sencillas, pero todos teníamos igual acceso a los medios económicos. El hecho de que alguien tuviera más bienhechores y recibiera más ayudas no le otorgaba ningún derecho a la hora de gestionar los bienes materiales. Esta era nuestra manera de vivir la pobreza y crecer como familia comboniana.
Todo era de todos y nadie consideraba suyo lo que entraba en el fondo común total, que era administrado con mucho discernimiento y transparencia. No faltaban algunos abusos porque somos seres humanos frágiles, pero la mayoría considerábamos el dinero no como un fin, sino como un medio para obtener buenos frutos misioneros, como simboliza la planta de monedas que acompaña estas líneas.

Siendo absolutamente sinceros, descubrimos que nada de lo que tenemos es realmente nuestro, que todo es un don, tanto los bienes materiales como nuestros talentos y capacidades. Jesús decía a los apóstoles «gratis lo recibisteis, dadlo gratis» y seríamos mucho más felices si le hiciéramos caso y pusiéramos todo lo que somos y tenemos al servicio de los demás. Pero para eso hay que tener un corazón misionero.