La bruja chapuza

Texto e ilustraciones: Jan Muza

Por la mañana temprano, antes de la salida del sol, la bruja Torcuata se despierta y habla consigo misma: «Oigo un runrún persistente, son los piojos de mi cabeza; discuten la idea de trasladarse a un lugar menos sucio que mi melena, pero no les voy a hacer caso». Luego abre primero su ojo izquierdo de color malva, y a continuación abre el derecho de color esmeralda, y llora de alegría al comprobar que empieza un nuevo día.

Con cuidadito recoge sus lágrimas en un frasco y riega con ellas el cactus de los deseos que crece al lado de su almohada. Se levanta despacio porque es más vieja que el tronco hueco de un baobab milenario. Sus huesos crujen de tal manera que ponen los pelos de punta al murciélago que cuelga en su cabaña; pero ella con un gesto, le ordena que se acerque y que le ayude a arrastrarse hasta la cocina. 

Allí, sobre la mesa, aún están los restos de la cena sin recoger: un trozo de tortilla hecha de huevo de avestruz mezclado con jugosos saltamontes y una calabaza con leche fermentada de camella. Torcuata lo devora todo para desayunar y se chupa los dedos un largo rato.

Después, empieza a hacer planes para el resto del día y enumera sus tareas:

—Primero tendré que visitar a la bruja Chapuza Puza porque juntas vamos a elaborar una pócima mágica para hacer crecer de forma acelerada el pelo en las orejas y las verrugas en la nariz. Luego tendré que volar a la ciénaga del mago Crápula, especialista en organizar sustos de muerte, para ver si logro asustarlo disfrazándome de gran tarántula peluda. También tendré que ir a la tienda de monstruosidades para comprarme una nueva escoba voladora, que cuesta solo tres setas venenosas y una pata de gallo, porque a la que tengo le fallan su cuarta y quinta marchas, y se ha convertido en un trasto inútil.

Pero, en esos momentos su vieja escoba, que había aprendido a leer los pensamientos, decide abandonarla y dejarla plantada, por criticona. Torcuata se queda sola y desesperada. Todos sus planes se han ido al garete y no sabe qué hacer.

Entonces pide al murciélago que la arrastre de vuelta a su cama. Se tumba y de nuevo escucha el cuchicheo de los piojos que decidieron quedarse con ella. A continuación cierra el ojo derecho de color esmeralda y luego el ojo izquierdo de color malva y piensa para sus adentros: «Estoy acabada. Una bruja sin escoba es como un arco sin flechas».

Mientras dormía a pierna suelta y roncando como un elefante acatarrado, el pobre murciélago ya no podía más. Agitado y tembloroso, pensaba: «Tendré que cargar con esta bruja hasta el final de mis días y encima se está volviendo cada vez más torpe, lenta y pesada». Para encontrar una solución a su desgracia, ideó un plan: decidió poner la casa de la bruja patas arriba.  Desordenó las pócimas, esparció hierbas y hierbajos por el suelo, rompió sus frascos de potingues y no paró hasta convertir la casa en una verdadera pocilga.

Cuando a la mañana siguiente Torcuata se despertó, casi le da un patatús. Dando un grito enorme saltó de la cama y rápidamente quiso ponerse a limpiar y a ordenarlo todo, pero se dio cuenta de que necesitaba una escoba. Olvidándose de su reuma y de su artritis, corrió al bosque y en un santiamén se fabricó una nueva escoba con ramas de abedul. Cuando llegó a su casa se puso a barrer sin descanso hasta que sus tripas comenzaron a rugir de hambre. Entonces decidió hechizar a su escoba, subiéndose a ella, voló hasta la taberna de las brujas Sopas Bobas para darse un festín.

Mientras tanto, el murciélago llegó a esta conclusión:

—Mi plan funcionó; el afán de Torcuata por el orden le hizo olvidarse de sus males. Sacando fuerzas de flaqueza, me liberó de mi carga y con todo el ejercicio que hizo ahora está más ágil que nunca

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