Hace apenas un mes, una compañera de redacción y quien esto escribe viajamos a varias ciudades y pueblos que rodean el lago Kivu, en la frontera entre R. D. de Congo y Ruanda. Uno de nuestros objetivos era encontrarnos con grupos de mujeres congoleñas. En el camino conocimos también la dura realidad de un pueblo cuya mayor desgracia es ser tan inmensamente rico. Sí, así es, lo llaman la maldición de los recursos, porque los explotan otros.
Viajamos de Bukavu a Goma, de sur a norte, por una calzada de tierra, la única vía que une las capitales de los Kivus, al este de un país, R. D. de Congo, casi cinco veces más grande que España. Al ser época de lluvias, los caminos se convierten en auténticos barrizales y el traqueteo del 4×4 es continuo. Ir despacio nos facilita, entre tumbo y tumbo, contemplar el impresionante paisaje natural que nos regala el lago Kivu, una lengua de agua de 2.700 km2 rodeada de decenas de colinas verdeantes.
Minova, la bulliciosa
Llegamos por fin a Minova, una localidad situada a 45 km de Goma, capital de Kivu norte. Bulliciosa y llena de vida, en Minova los mototaxis se aglomeran a ambos lados de la calzada. Todos son jóvenes menores de 30 años. Los vendedores exhiben sus mercancías en mesitas con sombrilla: aguacates, plátanos, piñas o frutas de la pasión… o puestecitos para recarga de datos móviles.
Las Hijas de María
En Minova nos alojamos con las Hijas de María, una congregación fundada por un misionero belga, el P. Edouard Leys, que fue vicario apostólico y obispo de Kivu de 1929 a 1944. La comunidad de religiosas está compuesta por nueve hermanas, todas ellas congoleñas.
Nos recibe la Hna. Eugénie, la superiora, que nos acompaña a las habitaciones. Al día siguiente nos espera para desayunar. Tiene que irse pronto al hospital, es la gestora. Entre tostadas, plátanos y té, nos cuenta que unas hermanas trabajan en el hospital y otras en la escuela primaria. Se muestra afectada: acaban de perder a tres madres embarazadas. Las mujeres vienen desde muy lejos, ya de parto, y cuando llegan es demasiado tarde. A los bebés, después de tres o cuatro meses en el hospital, los llevan al orfanato Bukavu Katana. Gracias a las gestiones de las hermanas, nueve de ellos han podido ser adoptados en Estados Unidos, Italia y Francia. Hay que realizar muchos trámites administrativos, pero es evidente que a estos niños que perdieron a su mamá al nacer les espera hoy un futuro algo más prometedor gracias a ellas.
Invasión de escolares
La Hna. Rose, por su parte, es la directora del colegio. A él asisten 1.200 niños y niñas desde Infantil a sexto de Primaria. Al poco de llegar a su despacho, escuchamos un timbre. Una algarabía de escolares salen al patio central: alborotan, ríen, juegan, bromean entre ellos. Los profesores se desgañitan para ordenarles que guarden filas ordenadas y, asombrosamente, en unos minutos, están cuadrados para realizar la oración del final de la jornada. Cuando terminan, un enjambre de menores salen disparados y se agolpan a nuestro alrededor, impidiéndonos el paso. No conseguimos avanzar. Ante esa locura colectiva, nuestro temor es que algún niño más pequeño, se caiga y se lastime. Por fin, con la ayuda de adultos que dan órdenes en suajili, salimos del tumulto. Ese día aún nos esperan otras sorpresas.
El Far East congoleño
A los pocos kilómetros de abandonar Minova, encontramos un control aduanero: un tronco de árbol mal colocado bloquea la carretera. A su lado, una gerifalte vestida de policía y cara de pocos amigos se acerca y nos pide los pasaportes. Después de media hora con nuestra documentación, Stanis, congoleño que viaja con nosotras y estaba mediando con ella, nos dice que tenemos que pagar 250€ cada una. Es el «peaje» para seguir. Sabemos que estamos en un territorio sin ley ni orden, pero tampoco cedemos al chantaje. Después de pensárselo, mi compañera se acerca a la garita. Al cuarto de hora viene con los pasaportes en la mano, triunfante. La miro ojiplática. Le había dicho a la mandamás que una de dos: o nos devolvía los pasaportes para poder retroceder y volver a Minova o llamaría a la embajada de España para notificar nuestra detención; puesto que no podíamos viajar sin nuestros pasaportes por territorio congoleño. Todavía recuperándome del susto, me doy cuenta de la suerte de viajar con una periodista acostumbrada a batirse en todo tipo de terrenos.
La doy la enhorabuena. Le sugiero que, para celebrarlo, cenemos algo calentito. ¡Nos habíamos librado de pagar 500 €! ¿No era suficiente motivo para celebrar?
Minerales de sangre
Acabábamos de experimentar en nuestra piel una millonésima parte de la violencia que sufren a diario millones congoleños.
Y es que la zona de los Kivus es una región convulsa desde hace casi tres décadas. Hacia allí huyeron cientos de miles de refugiados tras el genocidio de Ruanda en 1994. También fue el epicentro de la I Guerra mundial africana, que costó la vida a cinco millones de personas e involucró a nueve países africanos. En teoría se firmó un acuerdo de paz en 2003, pero la paz es muy frágil. Si entonces había cinco grupos armados hoy hay más de cien, ligados a la explotación de minerales como el coltán —imprescindible para las tecnologías móviles—, la casiterita, —de la que se extrae el estaño— y la wolframita. Su extracción, de manera artesanal no se realiza bajo ningún marco legal. Se dice que muchos de los grupos que controlan las minas son armados por el país vecino, Ruanda, que se beneficia de la riqueza congoleña.
Y, ¿quiénes pierden? Los de siempre: los más débiles, los menores que trabajan en las minas por sueldos de miseria, poniendo en riesgo sus vidas; los picapedreros; los pequeños que cargan con pesos inhumanos y las mujeres, cuyos cuerpos son violados en los caminos y en sus propios hogares… Todo esto ocurre en las zonas rurales de Bukavu a Goma, pasando por Minova.
Texto y fotos: África González Gómez