Los guardianes de los libros

Texto: José González Torices
Ilustraciones: Fernando Noriega

En la selva de los hombres asnos, todos sus habitantes habían nacido con orejas de burro. El personaje más orejudo se llamaba Punda Kumaka y era el rey de la tribu tembo. Este era un soberano malote y comilón: devorador de libros como si fueran filetes de ternera. Punda rebuznaba por las noches, despertando bruscamente a los que dormían.

—¡Tengo hambre! –voceaba como loco.

Los cocineros le respondían:

—Tenemos los libros friendo en la sartén. Espere un poco, majestad. Tenga paciencia. No se irrite. 

Entonces sus sirvientes corrían a echarle de comer, como si fuera un animal de corral. Si no lo hacían eran castigados. Por miedo a que les cortarsen las orejas, le traían toda clase de libros, grandes y pequeños, rebozados con huevo y harina. Era el manjar que más le gustaba al rey Punda.

—¡Más libros, más enciclopedias! –ordenaba.

Tantos consumía al día que las bibliotecas de su reino estaban vacías. Por este motivo, creó el llamado Ejército Askaris. Estos soldados se dedicaban a confiscar los libros aún existentes. Ya quedaban pocos en el mundo. Los pocos que sobrevivían los escondían los padres y los maestros de los alumnos en unas cuevas oscuras bajo tierra. A estos les llamaban Los Guardianes de los vitabu (libros, en suajili).

Y el soberano orejudo buscaba la manera de apoderarse de ellos para comérselos. Entonces ordenaba a sus vasallos, con rebuznos:

—¡Hiaaa, hiaaa, hiaaa! ¡Quiero más libros! Vuestro rey tiene hambre.

Sus vasallos protestaban:

—Y nosotros nos moriremos de hambre. No comemos, majestad. Estamos muy flacuchos, rey Punda.

Él le respondía:

—Pues saciaros con las hojas.

—¿De los libros, soberano?

—No, descarados. Me refiero a las hojas y hojarascas de los árboles.

—¡No!

Una tarde, Punda Kumaka llamó a Jico, el cocinero, y le dijo:

—Mi estómago está vacío, repleto de telarañas y quiero comer. Me fríes unos libros con tinta china y me los trago ya. 

Jico le respondió:

—Soberano Punda Kumaka, lo siento. Ya no quedan más libros en el frigorífico. Todos los comió su majestad. Además, los miembros de la tribu Tembo sufren hambruna. Morirán de hambre. Sólo se alimentan de hierbas secas. Dicen que las hierbas secas no les engordan. Prefieren las letras y los dibujos de los libros.

—Anda y yo. ¡Vaya caraduras! Primero soy yo, su rey. Y si sobra…

—Sea amable y compasivo –le suplicaba el cocinero.

Y él negaba enfurecido:

—¡No!—y añadía:

— Si no me das la razón, Jico tonto, te propino una coz en el trasero y te dejo sin orejas. ¿Lo has entendido?

—Sí.

El rey insistía arrojando lágrimas de cocodrilo falso:

—¡Me moriré de hambre! Si yo me muero de hambre, ¿quién cuidará de vosotros, mis pobres e indefensos esclavos? ¿Acaso no os he enseñado a rebuznar, a morder, a dar coces con las patas traseras para saber defenderos de los enemigos? ¿No os he enseñado yo a tocar la flauta para espantar a los maestros que quieren enseñaros a leer y contar? 

El cocinero Jico le dijo:

—Yo no puedo hacer nada, mi señor. No quedan libros.

—Pues los buscas. Alguno habrá escondido. 

El cocinero le respondió acongojado:

—No hay libros, con perdón. Si mi rey lo desea, yo conozco a mi primo Jujujujú que podría escribirle uno.

—¿Cómo lo hará si no sabe escribir ni leer? En La selva de los hombres asnos nadie ha ido a la escuela. Ni yo. Tampoco he necesitado acudir a clase para llegar a ser rey. Heredé el trono y ya está. Para gobernar una nación como la nuestra nos basta con aprender a rebuznar. El que más fuerte y alto rebuzna, vive asustando a los demás, y todos le obedecen por temor. Así consigue, a la fuerza, todo lo que se le antoja. ¿No lo crees, Jico?

—No, majestad. La violencia no le agrada a Dios. Ni tampoco a la gente de buen corazón. El que quiere al prójimo lo respeta y es su amigo. No necesita darle coces y morderle. ¡Viva la paz, mi señor!

— ¡La guerra! 

—¡No! En la guerra las lágrimas lloran demasiado, majestad. 

Punda le preguntó con cara seria:

—¿Qué podemos hacer, Jico? Si no como libros…

—Poca cosa. No se me ocurre nada.

Entonces apareció por allí Kukukaka, el loro espía. Y dijo al rey:

—Yo sé dónde esconden los libros.

—Di, ¿dónde?

—A muchos kilómetros de aquí existe la escuela conocida como Los Guardianes de los Libros. Allí hay libros ocultos en las cuevas subterráneas. Es difícil entrar. Están muy protegidos. El que entra en aquel lugar es muy castigado.

El rey se acariciaba la barriga y no dejaba de reír:

—¡Hiaaa, hiaaa, hiaaa! Que el Ejército Askaris se prepare para conquistar esa escuela donde ocultan los libros. Yo iré delante montado en mi asno volador. Todos mis vasallos caminarán detrás de mí. Y lo harán rebuznando. El que se resista a nuestros deseos, lo convertimos en hormiga. ¿Sí?

Y los súbditos le respondían:

—¡No! ¡Hiaaa, hiaaa, hiaaa!

Así llegaron en fila india hasta la escuela de Los Guardianes de los Libros. Quisieron entrar a la fuerza, propinando coces y mordiscos a todos aquellos que se resistían. Parecía que iba a vencer el Ejército del rey. Pero no. Fue entonces cuando aparecieron los niños Kanka y Konko. Estos eran amigos de Aladino, el de la Lámpara Maravillosa de los cuentos de Las mil y una noches. Kanka y Konko le dijeron a Aladino:

—¿Qué podemos hacer? ¡Nos van a dejar sin libros! 

Aladino frotó la lámpara de aceite, apareció el genio y, sin decir palabra, cogió al rey Punda y a todos los suyos por las orejas. Los encerró en la escuela. Los sentó en los bancos de la clase. Sacó todos los libros de la cueva, y los maestros les enseñaron a leer, a escribir y a contar. A medida que iban conociendo la sabiduría de los libros, sus orejas de burro iban desapareciendo. Se les olvidó rebuznar. De tanto coger un libro, estudiar y aprender, se zampaban los libros como un solomillo. De ahí viene la expresión: «se comía los libros». Y a partir de entonces, todos eran conocidos como «Los habitantes de la nación más sabia». ¡Ole que ole!

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